Bella sorpresa en un finde de excesos

El jueves fue de celebración. A las siete de la tarde ya me encontraba junto a los gordos extremistas para darle soltura al asunto y sobretodo, felicidad a la fiesta.

El festejo era el cumpleaños y la titulación de la hermana de Aquel, uno de los comensales. Era una situación poco común la presencia de tan variados integrantes. A pesar de eso, las conversaciones surgían de forma natural de una punta a la otra y lentamente, las levantadas de silla -que incluían un leve movimiento de trasero- se hacían más habituales.

Si, eso comenzó a las siete. Imaginen a las once. O mejor, a las 12.

La verdad es que era lo mismo sólo que con un volumen más alto –gritos-, más cercanía e intimidad entre las personas, y por supuesto, bailes improvisados más largos, recurrentes y ahora con coqueteos inocentes.

Como es tradición, se nos vence la hora de entrada gratuita al local del trasnoche elegido y nos quedamos vaso en mano repitiendo, o mejor dicho, cantando las crónicas de una partida ineludible que se atrasa siempre por lo mismo: la última.

Ese término es de una ambigüedad radical en contextos sociales. En la noche, la última parece referirse a un estado intermedio de continuación entre rellenos. Vamos a dejar eso aparte porque más allá del análisis lingüístico al concepto, lo que me interesa destacar acá es que si a las doce era la última, a las una y treinta ya llevaba un par más y mi vaso cambió del vidrio al plástico para que la última simplemente no existiera.

Contar todo lo que vino a continuación podría ser una historia detallada del clásico santiaguino: grupo grande junto, llegamos a la bailanda como le dicen los argentinos y hay un tráfico kilométrico. Logramos entrar previo desembolso no menor que a mi parecer es un abuso para ingresar y que además esté más lleno que metro chino.

El primer destino al interior es la barra, acto que prosigue que un largo espacio de quieta observación y análisis entre hombres. Luego, baile, risas, trensitos y limbos varios hasta que sin mirar el reloj se prenden luces blancas que avisan que ya fue suficiente.

El viernes tuve reunión a las 11 am. Fue de esas mañanas en las que el sol lo sientes como un adversario y lo que más quieres es algo imposible de conseguir: una sensación de simple no malestar. Una utopía.

El día continuó normal enfrente del computador hasta pasadas las dos pm. A esa altura y con el objetivo cumplido era suficiente para tirar la toalla laboral y rogarle a mi cuerpo armonía.

Hasta las seis estuve en un placentero reposo absoluto medicinal. Esforzándome por respiraciones profundas y una búsqueda de relajación conocida. Esas horas avanzaron sin sobresaltos, pero lo mejor fue un alivio progresivo e ingreso de energías que habían estado agotadas.

Partí caminando hacia el cumpleaños de la señora de un amigo. Y esto es escasamente habitual dentro de lo que ha significado la transformación entre la juventud y seres adultos y responsables. Una tertulia amena, un par de completos italianos directo a mi estómago alegón y un abanico de temas más serios que la noche anterior. Incluyó el notable saludo del bebé –una cosa hermosa de pocos centímetros y más cachetes que el Kiko- y unas buenas anécdotas del mencionado Aquel.

Esta vez, no había últimas y a las doce ya estábamos en el auto camino a otro cumpleaños, de hecho, el mismo motivo que la noche del jueves nos reunió para brindar por la hermana de Aquel. Como dijo el engrupido tipo Arjona un par de tequilas y veremos que es lo que pasa tras tomar unos seis shots del tequila más rico y fino de México según el clásico colonista chileno repartido por el mundo -aunque en este caso mujer; la tía de Aquel.

Entre todo esto, incluso entre la tertulia primero y el jolgorio posterior, al estimado Aquel se le ocurre -quizás obligado por su propia desorganización- rogar con llantos falsos y propuestas indecentes que lo parcharan en su entretenida labor de sábados por la mañana.

Tras exigirle un intento por explotar todo potenciales reemplazantes tuve que ceder ante la presión de mi mente y sus mensajes de compañerismo y lealtad infinita para al final corresponder a la solicitud con más desánimo que interés, pero con una sonrisa que se instalaba en mis labios resecos ante una sensación de hacer lo correcto. El triunfo del bien sobre el mal. Maldita buenaventura pensaba.

Tampoco describiré lo sucedido en la casa de Aquel, paradójicamente el templo de la locura y la diversión de la familia que denominaré de aquellos.

Al día siguiente, veinte para las diez de la mañana mi celular comienza a sonar. El sonido se me hace fuerte e intenso, así que tratando de evitar lo inevitable lo dejo debajo de las almohadas y espero que suene un miserable rato para contestar.

Sigo dormido. Esa primera comunicación telefónica me daba un aviso que era muy negativo pero que yo egoístamente deseaba. La polola de Aquel se preocupaba del matrimonio de su amiga lejos de la capital y que su pololo -al parecer- se había quedado dormido.

Pero Aquel no falla en eso. En ese inclemente despertar se me había olvidado. Así que minutos antes de las 10 ya estoy con Aquel camino a una mañana que a pesar del sufrimiento que significó fue una gran y por cierto, bella sorpresa.

Llegamos, saludamos, compramos, preparamos y Aquel se despide. Todo era esperable en esas acciones, menos, menos, la presencia de una delgada anfitriona de espontánea sonrisa amplia.

Sin embargo, como es común, la vida enseña. Es un manual de ella misma mientras que la experimentas ya que ahí me veía yo, casi esperando que la lindura del hall fuera la típica promotora experta en maquillaje de las que me da vergüenza ajena conocer y me producen rechazo rotundo.

Pero mi prejuicio estaba más que equivocado. Mi error era un ejemplo de mi estupidez propia al caer en las nunca bien ponderadas generalizaciones.

Lejos, muy lejos de ser una autómata, ella tenía un especial tatuaje en la espalda, sus posturas muchas veces eran más de una niña ingenua antes que de una modelo y su risa era tan recurrente como natural.

Después se aumenta de nivel y sus opiniones son coherentes, sus aristas tienen colores personales y sus respuestas son transparentes y de una sencillez maravillosa. A esa altura, ya me fijaba con concentrada sutileza en sus preciosas e interminables pestañas mientras ella hablaba y yo intentaba investigarla para poder leerla. Muy lamentable mi estado convaleciente, torpe como un niño terremoto y en las consecuencias de una representación de mi lado trivial de vida nocturna del alcohol y la jarana.

Gracias a ella toda esa mañana se disfrutó y eso como dicen los cordiales se agradece. Hasta que le pido el nombre completo para buscarla más adelante, hasta ese momento era como las noventeras La Vicky y la Gaby comentando “que rico buena onda”.

Le pido sus datos digitales por una cierta inercia en una probatoria del orgullo masculino, cada mujer es un desafío por completo extraordinario, una oportunidad para autodemostrarse que cada instante de la vida puede ser el mejor.

Podría haberle pedido el teléfono también y sería una prueba aún más decididora, pero sintiéndome como me sentía, una actitud abierta y positiva me era más que suficiente.
Hasta esa etapa yo estaba encantado. Más que por ella misma, de lo que ella representaba. En el fondo, una mujer atractiva, profesional, inteligente, con ideas y comportamiento natural. Me sentía como un minero encontrando la pepita de oro.

La cosa es que en ese proceso me entero que es italiana y es de la misma zona que mi familia. Algunos pueden decir que esto es algo sin importancia, pero yo, que tuve la bandera de Italia colgada en la pared de mi pieza durante mi infancia y buena parte de mi adolescencia, era algo increíblemente simbólico.

Después de ese encuentro, mi humor se reacomodó en mi personalidad y tuve una tarde de piscina, cervezas, pastito, lomitos extraordinarios, fútbol y estar con el cumpleañero. Un crack de la vieja escuela al que me une un profundo afecto.

Pero hasta ahí no más llegué, tipo tarde noche y después de mezclar whisky con Coronas en unos 3 tragos largos mi cuerpo me pide descanso y lo escuché feliz. Correspondiendo a esa elección me escapo del mundo social y me dirijo a la intimidad oscura del encierro en una pieza vacía y caigo rendido sobre el sofá negro.

Cuando despierto ya era algo tarde, mis amigos se querían ir y yo apruebo la moción con alegría. Llego a mi casa y es sábado por la noche. Yo solo en el departamento contento por lo vivido en días anteriores, entusiasmado por haber conocido a una mujer diferente y autoretándome por mis excesos.

Fue una seguidilla especial, de mucha risa, de mucha risa fácil, con una estrella que brilló por si sola.

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