Para su tranquilidad me fui a dormir la noche anterior a su casa. Como la gran mayoría de casas de abuelas las instalaciones están un poco desgastadas para la apreciación de los que somos más jóvenes. Y muchas veces, no hay ni una papa o una lechuga debido a su riguroso protocolo de alimentación.
Yo, por supuesto, conozco ese desgaste, similar al que lentamentamente a través de los años y sin mediar consecuencias pasa en su cabecita.
Como los partes de matrimonio que se encuentran en esa gran ponchera de cristal en la entrada. Invitaciones a repartir de la celebración de una nieta, para que cada vez pasar al lado de ellos los toma con cuidado, los observa y me pregunta de quién son, que hacen ahí. Fueron unas doce veces en una breve estadía de unas 30 horas.
En la noche me acosté en ese colchón venido a menos, que guatea en su centro y adquiere la forma de una canoa por el peso ¡Cuantos kilos se han depositado acá a través de los años!
La habitación al menos es fresca y justamente se abrió con nubes el día del periplo, un regalo en día de viaje en plena temporada de verano con calores insoportables.
A su edad, eso de la temperatura, más bien, eso de los detalles en la rutina, pueden hacer una enorme diferencia y sin exagerar pueden significar una conversación de unas dos horas, diálogo incomprensible para un externo.
El baño y la ducha es un cuento en sí mismo. Tantas cosas puestas en lugar precisos para ayudar a la memoria, mismos elementos que a ella le ayudan a mi me confunden por el factor lógica, en este caso, ilógica. Pero ahí estamos, usando mi joven memoria para recordar el famoso dicho cada cosa en su lugar. De pequeño, mi madre nos cantaba la canción al son de muecas infantiles.
Hay café para la mañana y fue difícil de encontrar. Está sobre la mesa junto a mí mientras esperamos la llegada de un transfer que nos lleve juntos al aeropuerto. Me impresiona, insisto, el tema de los detalles, cualquier cosa incorrecta en el mapeo de la Yaya la confunde, produciendo una absoluta desorientación. Por eso todo debe estar organizado en ese departamento de la abuela y en especial, con atención en ella, la más importante en los metros cuadrados de su propiedad y en muchos parientes que estamos dispuestos a darlo todo por su persona, cómo lo hizo la mater en su momento criando a doce hijos y con 100 nietos.
En esta espera escuché su simpática levantada, el cómo hacen la enorme maleta de un mes de vacaciones con su compañera de vida, una empleada más amiga que lo anterior y más enfermera que nana. Juntas logran esa maratónica misión de armar equipaje por el largo lapso veraniego.
Lo esencial es la salud, el kit de inyecciones bien, insulina bien, pastillas bien. Repiten y comprueban una y otra vez.
Así esperando estaba mientras comenzaba a escribir, escuchando a momentos como estas dos mujeres levantan la voz para hacerse entender, un dialecto propio y natural desarrollado en un acompañamiento de casi 15 años.
Cuando llegó la van ya tenía las maletas cerca de la puerta principal, todo recolectado y verificado varias veces. Veo desde la terraza al hombre pariente de un familiar nuestro, con su camisa cuadrillé mientras revisa cada rincón del vehículo.
La tomé del brazo, como una pareja camino al altar y llamé al ascensor. Cada paso es en cámara lenta y cada acción un ejercicio a la paciencia. Pero es la Yaya, mi Yaya, y ese proceso es natural.
En el recorrido automotriz me fui pelusiando. Vi cosas de la pega, revisando correos y redes sociales, un etcétera en nuestras vidas comunes.
Lo más entretenido fue cuando llegamos al aeropuerto. De nuevo, pasito a pasito, con sus brazos suaves cruzando los míos. Atención a la superficie, a los relieves. La dejo sentada, voy a buscar una silla de ruedas. Ella camina, pero le duelen los huesos y se cansa. El viaje es largo y continúa después del vuelo, su transporte personal es más que necesario.
Antes llamé al aeropuerto para coordinar el préstamo. El contacto fue breve, el agente hizo parecer al trámite con facilidad y me tranquilicé, pero cuando llegué, la cosa no era nada así como así.
Engorroso, con idas y vueltas, dejada de carnet de identidad y un tránsito molesto por todo el edificio, con condiciones y para peor, una atención de esas personas que cuando ven al cliente ponen esa cara de: “Ya, con que me va a molestar éste”. La haría más grave y realista esa expresión, pero esto es para todo público.
Le recriminé lo que decía. Y yo me contaminé y discutí. Todavía no aprendo, con gente de negación, no hay que discutir. Normalmente hubiera solicitado la presencia del responsable a cargo, pero esta vez, estaba la alternativa B; Latam como compañía de vuelo.
Así que fui al counter. A primeras, la respuesta de la señorita parecía tan complicada como la A, solo que esta vez era una mujer buenamoza y sonriente. Me indicó un mesón diferente que organizaba la logística para estos efectos.
Así me encontré con otra ejecutiva, tan bien presentada como la anterior. En esta ocasión, además fue resolutiva y en vez de dirigirme para otro lado, dejó su puesto y fue a preguntar a la jefa de piso que se podía hacer al caso. Mi paciencia comercial se acababa. Tenía a mi querida sentada solita afuera y ya habían pasado al menos unos quince minutos.
Me guió: fila, atención, solicitud y una persona me traería la silla. Cuando llevaba otros cinco minutos en esa cola llaman a pasajeros de vuelos locales para una atención inmediata.
Nuevamente en otro mesón, con otra niña y su sonrisa aprehendida. Me entrega los tickets de embarque, dejé las maletas. Nos pasamos en un kilo –pero no importa dijo coqueta- y me envió a otro punto de atención donde mantienen las sillas de ruedas.
Un sector separado del resto con cintas azules. Un equipo presente de 2 jóvenes con poleras azules. Varios asientos disponibles al interior y otros usados por 3 personas más de la tercera edad. En el rincón a mi izquierda veo solo 2 sillas de ruedas con candados.
Doy mis datos. El tipo peinado como futbolista llama a uno de sus compañeros. Entre los dos intentan destrabar el candado, pero no lo consiguen. Acercándose se ve a un recolector de este medio que en el aeropuerto pareciera que son de oro puro o algo así por esa extremo manejo de estos elemento, incluso perjudicando a los pasajeros, con reglas y condiciones de burocracia añeja.
Entonces va, coge una silla de ruedas y me pide acompañarlo para a ir a buscar, por fin y después de unos 35 minutos entre idas y venidas, a mi tranquilita abuela que se mantenía sentada tal como la había dejado con su manos icónicas de experiencia sobre el regazo.
De ahí en más, un agrado. Con el encargado de azul cruzamos las secciones de seguridad y llegamos a la puerta de embarque.
El vuelo, tranquilo. Ella sabe respetar la privacidad. Yo estaba concentrado en lo mío. Cuando comenzó el aterrizaje por alto parlante tuve que dejar mi dispositivo y ella comenzó; preguntas y comentarios entre sonrisas mías y esa mirada de sabiduría que las recibía.
Otra espera de unos 45 minutos afuera del aeropuerto. Esta sentida y conversamos del clima y del aire. Hasta que sacamos juntos ese aire criticón de que eso allá debería ser así y que esto acá asá. Innecesario tiempo perdido ya que mi hermana se encontraba a solo metros, en el estacionamiento, esperando un aviso de llegada que se hizo, pero pasó desapercibido.
De ahí al balneario, me desconecté. Nuevamente revisando correos, y redes sociales y bla bla, esas cosas que al involucrado le interesan mas no al resto.
Cuando llegamos, que mejor recepción que ese beso apretado de madre que aumenta la autoestima aunque la tengas altas y esa vista especular que me pone al volcán como mi contraparte de reflexiones nocturnas.
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