Vino un caballero a mi dirección y tocó el timbre. Notoriamente avergonzado, con la vista perdida en el gris del bajo concreto, me contó su historia. Solo pedía monedas, algo, un aporte, para poder volver al norte a reencontrarse con su hijo menor varado solitario en la pandemia. No se veía bien de salud.
Acostumbrado a mendigos, a mi puerta deben tocar al menos 4 o 5 veces a la semana, siempre personas distintas. Efecto, me he alejado de esa realidad que no vemos. Al principio, me acongojaba. Por meses. Y les daba. Más de una vez hice pasar a alguno y le compartí un té, agua o jugo.
Pero lamentablemente, mi consciencia en ese aspecto se congeló. Se enfrió. O la perdí. Escuché con atención a este sufriente hombre perdido, sintiendo en ese instante la factura de un rostro con mueca de solidaridad esquiva. Pero hice lo más fácil. Me disculpé. Estoy cesante hoy y asumiendo consecuencias por el Covid. Pero de todas formas, fue lo más sencillo y esgrimí excusas.
Fue lo más fácil que podría haber hecho. Minutos después, ofuscado, salí a buscarlo por el barrio. Tenía monedas que me quemaron las manos al tomarlas. No lo encontré.
Horas después, salí a comprar un capricho personal e innecesario a las cercanías del barrio. Cuanta contradicción en mi humanidad sintiéndome miserable por mi frialdad ante la desgracia. Y ahí, caminando por un gusto. Que inconsecuencia me repetí. Y me vino un impacto de debilidad. Energía presente me abandonaba.
Muy pocas ocasiones me encuentro dinero en la vía pública. Tengo un amigo que es habitual que comente la plata que se encontró por casualidad. Pero lo que es yo, jamás de los jamases. Creo que cuando tenía 14 años, me encontré quinientos pesos camino a al hogar paternal. En esa época, no reflexioné como hoy.
Así, para mi sorpresa, veo en el suelo, el verde de un billete de mil pesos. No lo recogí de inmediato. Lo observé atento. Lo primero que pensé es que debía estar con el caballero. Lo tomé. Volví a mi casa. Y lo deposité desganado sobre la cómoda: “esto debió sucederle al señor”.
Pero el mundo no es como lo imaginas, es como es no más.
Me rasgo ante la lección; la vida es como un refri emocional. Hay que practicar las emociones y reflexionar sobre ellas, con ellas. Jugar con nuestros pensamientos. Sobretodo, en lo personal, no olvidar que me sentí miserable y fui egoísta.
Nunca olvidar que esa luca no es mía.
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